Víctor Corcoba Herrero
Por amor todo se alcanza, y cuando se cultiva en familia, el avance hacia lo armónico es una realidad que va más allá de las palabras, puesto que es el mayor signo esperanzador, que una especie puede aglutinar. Ciertamente, los tiempos actuales no son fáciles para nadie, quizás nunca lo han sido, pero en nuestra misión está vivir con ilusión la propia responsabilidad que todos tenemos, en mayor o menor medida, ante el mundo. Con los conflictos creciendo por doquier, millones de niños corren el riesgo de crecer sin amor, sin referentes, ni educación alguna. Por si fueran pocos los trances, además cada día es más complicado comunicarse corazón a corazón, algo que se propiciaba desde la misma familia, haciendo linaje amando, pues amar es vivir desviviéndose por aquellos que nos quieren.
El querer lo es todo en el camino. Es la voluntad la que nos eleva y reconcilia. Por desgracia, hay mucho falso que quiere a su modo echar por tierra nuestros propios sueños. Saber conciliar es una experiencia poco activa en estos tiempos de aislamiento y de poca serenidad, donde lo que prolifera es el egoísmo y la venganza. Bajo estas maldades, evidentemente, resulta complicado interiorizar valores que nos insten a dejar estas atmósferas perversas y crueles, de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales. Con razón, Naciones Unidas, estima que todas las partes en hostilidad mantengan, en todo momento, su obligación de proteger a los civiles de todo daño, reparándoles si fuera menester.
Justamente, todas las batallas son absurdas y hay que comenzar por la familia, que es donde realmente se emprenden y se desarrollan los primeros hábitos de convivencia y respeto, para poder trasladar ese espíritu de concordia a la sociedad, hambrienta como nunca de sociabilidad. Cuando falla ese lazo social, el derrumbe es un hecho y se impone la anestesia. El mismo sufrimiento de nuestros análogos apenas nos conmueve. En consecuencia, nuestra nueva política ha de ser más de acompañamiento e integración hacia esos espíritus frágiles, deseosos de otros itinerarios más pacíficos y hospitalarios. Hemos de reconocer que así brota la ternura, tan olvidada en el presente, capaz de suscitar a nuestro alrededor el gozo de sentirnos algo para alguien, que no es otra que la satisfacción de creernos amados en definitiva.
Por otra parte, en el auténtico hogar todo es de todos, hay un signo de pertenencia y de comprensión, y lo que ha de corregirse se hace desde el amor. Verdaderamente, así es como se avanza en humanidad, porque hasta el mismo espíritu digno no se concibe como tal, si antes no se ha vivido desde dentro y en grupo. Precisamente, esa incoherencia que prolifera en nuestras acciones muchas veces, se debe a una falta de convicción sólida que estuvo ausente en nuestros primeros lenguajes. De ahí, la trascendencia de esa formación de afecto en las moradas, que es lo que inspira en lo sucesivo un amoroso fervor. Ya lo decía en su época, el inolvidable filósofo y escritor francés, Voltaire (1694-1778): ?No siempre depende de nosotros ser pobres; pero siempre depende de nosotros hacer respetar nuestra pobreza?. Desde luego, mientras más logremos considerarnos unos hacia otros, más crecerá ese ánimo solidario para el que hemos de estar en misión permanente.
Nunca es tarde para reconstruir una familia, por muchas generaciones que aglutine. Hay historias en el camino de la vida, como ese último deseo de una bisabuela de 111 años, Layla (refugiada siria), que ahora vive en Atenas (Grecia), pero que espera reunirse con sus nietas en Alemania, que nos hablan de ese amor profundo, de vivir unidos para siempre, que merecen nuestra sintonía. Es un querer más hondo, tal vez sea una fuerza sobrehumana, capaz de mover montañas, pues las decisiones del corazón involucran toda existencia. Por eso, aquellos que maldicen contra la familia, o la ignoran, no saben que viven por ellos, y a ellos han de volver, para vivir en ese níveo amor que todos buscamos.
En suma, que todo se hace (y renace) a través de ese espíritu de unidad y de todo en común. No tiene sentido, por tanto, ese afán disgregador, siempre destructor, en la medida que nos debilita como seres humanos por muy endiosados que estemos. Sea como fuere, no podemos prescindir de ese tronco que nos hermana y nos exige generosidad, poniendo en valor nuestra capacidad de entrega a los demás. Desmembrado de las raíces es como matarnos a nosotros mismos. Lo esencial es el amor y la adhesión al propio deseo de amar. Haciéndolo en familia, es escuela de vida; en cambio, la barbarie intrafamiliar es corriente de resentimiento y desprecio. Elijamos, sin hacer alarde ni agrandarse, aquello que nos sostiene y nos sustenta: ¡amarnos! Y empecemos, por nuestra propia familia. Veremos cómo cambia la sociedad y se humaniza.
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